Cuando era pequeño no existían ni Spielberg ni los dinosaurios digitalizados. Lo más cercano a esas cosas aparecían en alguna Anteojito o Billiken y mostraban imágenes de cómo podían haber sido según lo que los paleontólogos lograban descifrar. Cuando comencé a interesarme más, me gustó la idea de ver fósiles en el Museo de Ciencias Natulares de La Plata o el de la mismísima Capital Federal, el Bernardino Rivadavia. Allí supe que no sólo los animales se habían convertido en piedra sino que los árboles seguían el mismo principio. En algún mapa mostraban la localización de dichos yacimientos y me prometí que algún día visitaría alguno de ellos.
Cómo podría haberme imaginado que mientras se desarrollaba la Guerra de Malvinas yo estaría trabajando en Comodoro Rivadavia y que de allí al mayor bosque petrificado del planeta, solo había unas horas de viaje ?
Aquél Fiat destartalado que teníamos con el tanque lleno debajo de nuestra ventana para huir de la ciudad en caso de ataque militar, fue el vehículo que nos llevó en dicha travesía.
Es que la desértica meseta del sur de Chubut alberga el bosque petrificado más grande del mundo, que ocupa unos 300 kilómetros cuadrados, aproximadamente a 150 kilómetros al oeste de Comodoro Rivadavia y a unos 30 de Colonia Sarmiento, con árboles que fueron verdes hace unos 60 millones de años.
Se trata del Área Natural Protegida Bosque Petrificado Sarmiento, por estar en jurisdicción de esta ciudad, una de las más antiguas de la Patagonia, fundada en 1897.
Desde Comodoro Rivadavia, se llega por la Ruta Provincial 26, en la que luego de más de una hora de recorrer el desierto, tras una curva cerrada surge a la vista el verde valle del río Senguer, regado por una red de canales originados en su cauce, y los dos grandes lagos que flanquean Colonia Sarmiento.
La ruta pasa lejos del lago Colhué Huapi pero bordea el Musters, y entre ambos está el acceso a la ciudad, en cuyo valle se cultivan hortalizas y frutas, y se cría ganado ovino y bovino.
Cómo podría haberme imaginado que mientras se desarrollaba la Guerra de Malvinas yo estaría trabajando en Comodoro Rivadavia y que de allí al mayor bosque petrificado del planeta, solo había unas horas de viaje ?
Aquél Fiat destartalado que teníamos con el tanque lleno debajo de nuestra ventana para huir de la ciudad en caso de ataque militar, fue el vehículo que nos llevó en dicha travesía.
Es que la desértica meseta del sur de Chubut alberga el bosque petrificado más grande del mundo, que ocupa unos 300 kilómetros cuadrados, aproximadamente a 150 kilómetros al oeste de Comodoro Rivadavia y a unos 30 de Colonia Sarmiento, con árboles que fueron verdes hace unos 60 millones de años.
Se trata del Área Natural Protegida Bosque Petrificado Sarmiento, por estar en jurisdicción de esta ciudad, una de las más antiguas de la Patagonia, fundada en 1897.
Desde Comodoro Rivadavia, se llega por la Ruta Provincial 26, en la que luego de más de una hora de recorrer el desierto, tras una curva cerrada surge a la vista el verde valle del río Senguer, regado por una red de canales originados en su cauce, y los dos grandes lagos que flanquean Colonia Sarmiento.
La ruta pasa lejos del lago Colhué Huapi pero bordea el Musters, y entre ambos está el acceso a la ciudad, en cuyo valle se cultivan hortalizas y frutas, y se cría ganado ovino y bovino.
Si la meta es el Bosque Petrificado José Ormaechea, se debe seguir unos
100 metros del acceso a la ciudad, girar a la izquierda -hacia el sur- y
rodar otros 30 kilómetros por un camino de ripio.
Toda esa zona fue fondo marino, luego una selva con lagos y pantanos en un clima subtropical y, tras surgir la cordillera de los Andes, un desierto árido que acabó con esa frondosa vegetación, de la que sólo queda la madera convertida en piedra.
Al alejarse del valle, el verde desaparece y el terreno se torna rocoso, con tonos grises y amarillentos y una escasa vegetación de arbustos retorcidos y matas bajas, espinosas y polvorientas.
Pronto aparecen las típicas mesetas escalonadas y sierras aisladas de la Patagonia, precedidas por un conjunto de leves lomas de estratos rojizos y ocres, con finas franjas blancas, que contrastan con el cielo azul impecable del mediodía.
Cada capa se formó en un período geológico de duración inconcebible para los tiempos humanos, por lo que se podría decir -parafraseando a Napoleón ante las pirámides egipcias- que desde esos estratos, unos cien millones de años nos contemplan.
Al final del camino, aparece el valle que una vez albergó una fauna variada -según los muchos hallazgos paleontológicos de la zona- y la altísima selva con coníferas y palmeras mencionada.
Al surgir la cordillera de los Andes en el paleozoico, los vientos del Pacífico perdieron su humedad al oeste de las montañas y azotaron áridos y furiosos la región, lo que sumado a erupciones volcánicas acabó con ese vergel.
En la entrada se debe estacionar y hacer la visita a pie con un guía por el circuito turístico de unos dos kilómetros, que sin prisa se puede completar en algo más de dos horas.
El circuito turístico tiene media docena de miradores, desde algunos de los cuales se ve en toda su amplitud el llamado Valle Lunar -uno de sus atractivos emblemáticos- y cuenta con unos carteles con referencias para autoguía, aunque la reserva es mucho más grande: Unos 80 kilómetros de norte a sur por cuatro de ancho.
Millares de gruesos troncos, ramas, astillas, frutos y semillas de tonos marrones, rojos y amarillos, descansan junto al sendero o dispersos por el valle, salvo algunos que por su tamaño o forma fueron colocados en puntos claves para una mejor observación.
El perfecto estado de conservación engaña la vista y parecen rollizos o leños cortados y secados recientemente, en algunos casos con su corteza y ramas diminutas, pero basta tocarlos para sentir la frialdad mineral o golpearlos suavemente con una astilla para oír el sonido seco y metálico del choque entre dos piedras.
En algunos troncos cortados transversalmente se ven con claridad los anillos de su crecimiento, mientras en otros la erosión horadó ventanas de variado tamaño o huecos longitudinales como tubos.
El fuerte viento patagónico puede convertir en minutos una tarde de sol radiante en una opaca y encapotada, o llenarla de rápidas nubes que se deslizan sobre las formas del valle en un verdadero juego de sombras que magnifica la belleza del lugar.
Los senderos están delimitados con piedras, fósiles y carteles, y los guías piden no salir de ellos aunque el terreno parezca firme porque es peligroso, no para la gente, sino para el ambiente.
Esos arenales pueden estar llenos de semillas, hojas y diminutas astillas fosilizadas, que se romperían con una pisada o se perderían en los calzados de los desaprensivos visitantes a los que se les ruega no llevarse ningún souvenir.
Como en el cuento de Ray Bradburry en que un hombre pisó una mariposa en el pasado y puso en riesgo el mundo presente, acá muchas pisadas en el suelo presente pueden destruir una parte importante del pasado millonario de la Patagonia.
El polvo que el viento levanta de este desolado valle no sólo nos dejarán la piel y los labios cuarteados sino que también se expande imperceptible por la región y genera en Sarmiento unos hermosos crepúsculos rojo sangre, más bellos aún si se reflejan en sus lagos, donde bandadas de aves zancudas se elevan contra el sol en el momento exacto para la postal.
Toda esa zona fue fondo marino, luego una selva con lagos y pantanos en un clima subtropical y, tras surgir la cordillera de los Andes, un desierto árido que acabó con esa frondosa vegetación, de la que sólo queda la madera convertida en piedra.
Al alejarse del valle, el verde desaparece y el terreno se torna rocoso, con tonos grises y amarillentos y una escasa vegetación de arbustos retorcidos y matas bajas, espinosas y polvorientas.
Pronto aparecen las típicas mesetas escalonadas y sierras aisladas de la Patagonia, precedidas por un conjunto de leves lomas de estratos rojizos y ocres, con finas franjas blancas, que contrastan con el cielo azul impecable del mediodía.
Cada capa se formó en un período geológico de duración inconcebible para los tiempos humanos, por lo que se podría decir -parafraseando a Napoleón ante las pirámides egipcias- que desde esos estratos, unos cien millones de años nos contemplan.
Al final del camino, aparece el valle que una vez albergó una fauna variada -según los muchos hallazgos paleontológicos de la zona- y la altísima selva con coníferas y palmeras mencionada.
Al surgir la cordillera de los Andes en el paleozoico, los vientos del Pacífico perdieron su humedad al oeste de las montañas y azotaron áridos y furiosos la región, lo que sumado a erupciones volcánicas acabó con ese vergel.
En la entrada se debe estacionar y hacer la visita a pie con un guía por el circuito turístico de unos dos kilómetros, que sin prisa se puede completar en algo más de dos horas.
El circuito turístico tiene media docena de miradores, desde algunos de los cuales se ve en toda su amplitud el llamado Valle Lunar -uno de sus atractivos emblemáticos- y cuenta con unos carteles con referencias para autoguía, aunque la reserva es mucho más grande: Unos 80 kilómetros de norte a sur por cuatro de ancho.
Millares de gruesos troncos, ramas, astillas, frutos y semillas de tonos marrones, rojos y amarillos, descansan junto al sendero o dispersos por el valle, salvo algunos que por su tamaño o forma fueron colocados en puntos claves para una mejor observación.
El perfecto estado de conservación engaña la vista y parecen rollizos o leños cortados y secados recientemente, en algunos casos con su corteza y ramas diminutas, pero basta tocarlos para sentir la frialdad mineral o golpearlos suavemente con una astilla para oír el sonido seco y metálico del choque entre dos piedras.
En algunos troncos cortados transversalmente se ven con claridad los anillos de su crecimiento, mientras en otros la erosión horadó ventanas de variado tamaño o huecos longitudinales como tubos.
El fuerte viento patagónico puede convertir en minutos una tarde de sol radiante en una opaca y encapotada, o llenarla de rápidas nubes que se deslizan sobre las formas del valle en un verdadero juego de sombras que magnifica la belleza del lugar.
Los senderos están delimitados con piedras, fósiles y carteles, y los guías piden no salir de ellos aunque el terreno parezca firme porque es peligroso, no para la gente, sino para el ambiente.
Esos arenales pueden estar llenos de semillas, hojas y diminutas astillas fosilizadas, que se romperían con una pisada o se perderían en los calzados de los desaprensivos visitantes a los que se les ruega no llevarse ningún souvenir.
Como en el cuento de Ray Bradburry en que un hombre pisó una mariposa en el pasado y puso en riesgo el mundo presente, acá muchas pisadas en el suelo presente pueden destruir una parte importante del pasado millonario de la Patagonia.
El polvo que el viento levanta de este desolado valle no sólo nos dejarán la piel y los labios cuarteados sino que también se expande imperceptible por la región y genera en Sarmiento unos hermosos crepúsculos rojo sangre, más bellos aún si se reflejan en sus lagos, donde bandadas de aves zancudas se elevan contra el sol en el momento exacto para la postal.
Otra parte valiosa de la Argentina que parece pasar desapercibida para el resto de los mortales.
Taluego.
Fuentes :http://www.elpatagonico.com y http://www.telam.com.ar
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