jueves, 12 de abril de 2012

De pibes y calaveras

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A los chicos les atrae la muerte. No importa que entiendan de ella, siempre se sienten atraídos por el enigma que implica. 
Los primeros contactos suelen ser sutiles, diría que casi inadvertidos. El perro viejo que tanto quería y que según los padres se le regaló a un señor que tiene campo y ahora se encuentra corriendo a las ovejas; el pescadito dorado que amaneció panza arriba por una indigestión de escamitas y termina girando en las turbulentas aguas del inodoro (vía lógica hacia el cielo de los peces); el gatito abandonado que aún con el cordón umbilical unido y los ojos cerrados alimentamos con leche y whiskey para que soportara las duras noches de invierno más calentito; la rana que pisó un auto y se parece más a un sticker de los Muppets que a un animalito de verdad, el conejo muerto que cremamos con docemil fósforos Ranchera y alcohol de quemar para ver como escapaban los gusanos por cada orificio o herida, o las chanchitas que pescábamos en el río y destripábamos con un simple apretón entre los dedos.
Todo formaba parte de un ritual macabro que se nos daba con naturalidad y era parte importante de nuestras vidas. Algunos mataban pajaritos, otros no. Algunos pescaban anguilas y ranas y las comían y otros tampoco. Vivíamos una vida suburbana exenta de videojuegos, noticieros, diarios o cualquier tipo de información que nos robara la inocencia haciéndonos crecer con una no deseada velocidad.
Poco a poco fuimos interiorizando lo natural que resulta que todo tenga un final y comenzamos a preguntarnos como sería el nuestro. Como era el de los demás. Un tabú que se mantenía incólume con el transcurrir del tiempo, sin datos fehacientes ni otro relato que el idílico cielo al que si nos portábamos bien podríamos algún día llegar.


Cuando los 60 promediaban la década, las pantallas catódicas monocromáticas y valvulares se veían animadas por personajes que volvían  o esquivaban la muerte de la mano de Boris Karloff, Bela Lugosi , Vincent Price o Lon Chaney Jr. haciendo que aquellos pibes que disfrutaban de las tardes de invierno frente al televisor, olvidaran en medio del zumbido del estabilizador de tensión cualquier implicancia real que pudiera tener el verbo morir.
Por desgracia, o por suerte, me vi en medio de las tendencias modernosas de la educación primaria haciéndome zozobrar en los mares de una educación experimental que por aquellos años traía a las aulas plenas de infantes, métodos y temas que simplemente habían estado siempre circunscriptos a las aulas de los colegios secundarios.
Eran épocas en que las teorías matemáticas de los conjuntos recién se implementaban a nivel universitario pero a los críos se los iba incluyendo en esa misma modalidad mediante regletas e intersecciones abriendo sus mentes a lo que sería en el futuro el inicio de lo computacional.


Experimental por todo experimento, el alumnado no era el único cobayo utilizado y así muchos se vieron inaugurando laboratorios de biología donde la vivisección se adelantaba a los años y los bisturí eran comandados por manitos de no más de diez años.

-Señorita...a la rana le duele... ?

Preguntaban los críos frente a cada una de las tablas donde la rana crucificada con alfileres dormitaba entre vapores de éter a la espera del corte brutal que expusiera sus intimidades funcionales.

-Seño...pero después la cocemos y se va a poner bien... ?

Y mientras la respuesta se hacía rogar por eónes, alguna compañerita decidida y corajuda hacía el primer corte abriendo al animal en canal.
Mientras el corazón seguía aún latiendo, uno imaginaba que nos habíamos convertido en la herramienta de muerte que hacía correr las últimas divisiones del segundero de aquella vida estacada que pugnaba por despertarse y huir en saltos destripados. Era nuestro propio corazón el que nos reventaba los oídos al ritmo batiente del que observábamos adherido en la tabla.
Otro corte y el pulmón del animal, como si fuera una caja de resorte, se inflaba merced a la presión negativa casi diez veces su volumen, en un espectáculo que la hacía ver mucho más agonizante y real. Fue ese globo de cumpleaños surcado por venas y arterias que le daban resistencia e impedían que pudiera reventar el que nos hizo iniciar la huida. Algún alumno detuvo su carrera y volviendo sobre sus pasos pinchó sin miramientos con el filo del bisturí aquélla horrenda esfera, mientras los vapores del éter se disipaban y el resto de sus amigas saltarinas despertaban lentamente sin cicatrices y plenas de vida.
La muerte se había hecho presente como espectáculo espeluznante frente a nuestros ojos y habíamos evitado el momento como mejor podíamos, demostrando que era muy pronto para aplicar torturas o la misma muerte por mano propia.
Pronto se suspendieron las clases sangrientas de aquellos improvisados laboratorios, pero la idea de la muerte siguió surcando las aulas de manera mucho más cercana y humana.


Un buen día, entre cajas de cartón y tiras de trapo, llegó a la clase un invitado especial presentado con total e inmenso orgullo por la maestra. Según nos había hecho notar, lograr traerlo no había sido nada fácil pues no abundaban individuos con semejante talante que quisieran visitar a párvulos revoltosos como resultábamos ser nosotros.
Cuando la bola de trapos abandonó la caja, la maestra comenzó a desenvolverla como si se tratara de la osamenta del rey Tut. Y esa fue justamente la sorpresa, pues para nosotros no estaba lejos de serlo.
Con la última venda pudimos ver en su total magnificencia una amarillenta y brillante calavera humana sin su maxilar inferior y con casi la mitad de los dientes. El silencio reinó por primera vez en varios años y no fue hasta que se posó sobre el primer pupitre que nos dimos cuenta que estábamos frente a la prueba irrefutable de que lo que nos esperaba en el futuro era simplemente eso. Esa muerte descarnada y desdentada que nos miraba fijo desde sus cuencas vacías.
Veintiocho calaveras mirando a una sola. Veintiocho vestidas con sus atuendos de pelo, piel  y carne, aún no expuestas, contra una que se nos ofrecía en su total desnudez, solo vestida con algunas letras que decoraban su hueso frontal.

"Yo fui lo que tu eres.
Tu serás lo que yo soy".

Las letras de infinita belleza y cuidada prolijidad traían un mensaje que pretendía infundir el respeto necesario como para tratarla con el cuidado que esa pieza merecía. Su color lila desteñido hablaba de un azul perdido por el paso del tiempo y el descuido, mientras que el amarillento brillo de la osamenta provenía de algún barniz que no había sido diseñado para recubrir aquellos viejos huesos.


Pasó de mano en mano hasta llegar a las mías. La sopesé sorprendido por lo increíblemente pesada y grande que era, espié por sus agujeros inferiores descubriendo oscuros pasadizos y cicatrices de antiguos pensamientos que habían quedado atrapados en el tiempo exclusivamente para mí. Levanté los ojos y simplemente pregunté.

-Señorita ¿Quién era...?

- No lo sé querido- dijo con tristeza- seguramente  algún mendigo que donó su cuerpo a la ciencia...-

-¿Y él escribió lo de la frente... digo, pidió que le escribieran eso?

Y me dijo que no, que a veces en las universidades, los encargados del mantenimiento del material de estudio hacen intentos por preservar las piezas instalando recordatorios de que alguna vez también fueron personas.
Alguien sollozaba cerca mío. La compañerita japonesa hija del tintorero amigo no paraba de sollozar al borde del desmayo. Para ella no era un simple hueso más. Tal vez era la esencia de un ser humano, el miedo al símbolo de la muerte más conocido o simplemente un aire frío que le recorrió la espina recordándole que todos, todos somos mortales aunque preferimos que no nos lo recuerden tan temprano.


Taluego..


Dedicado a los compañeritos de la Escuela Nº 33 Sargento Cabral de la hermosa localidad de Banfield.

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El artículo De pibes y calaveras fue publicado por OPin el jueves, 12 de abril de 2012. Esperamos que le sea de alguna utilidad o interés. Gracias por su visita y no olvide dejar su comentario antes de partir. Hasta el momento hay 3 comentarios: en el post De pibes y calaveras

3 comentarios:

  1. Lo de "Yo fui lo que tu eres...", es un famoso epitafio.

    y sigue, "Alguna vez, estuve parado donde tu estàs", o algo asì.

    Pero no me acuerdo de quien es.

    Una vez entrè al bioterio de La iuniversidad de medicina, y me dio tanta bronca lo que le hacìan a las ratas, que me robè una.

    Le puse "Frankestein", pero mi vieja nunca la aceptò. Se la regalè a un compañero que vivìa solo. "Frankestein" comìa comida balanceada.

    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Don Gaucho. Dichoso Frankenstein, la debe haber pasado joya y engordado como el mejor.
      No le cuento las historias para contar que tengo del museo de anatomopatología de Rosario...espeluznante :D
      Yo voy a ver si la pulo un poco más y la dejo en mis otros blogs, porque aunque sea la parte oscura de la infancia, también es de las más interesantes ahora, que se nos viene encima la hora y referí no tiene reloj para el alargue ;)

      Un abrazo.

      Eliminar
    2. La frase es:

      Eram quod es, eris quod sum

      ("Yo era lo que tú eres; tú serás lo que soy").

      Inscripción que aparece en múltiples iglesias, osarios, cementerios, como por ejemplo en la entrada al cementerio de Los Arcos en Navarra, en Santa Maria Novella , que es la primera gran basílica de Florencia, etc. ...y aquí, por supuesto...

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