En la mayoría de las culturas guerreras en alguna oportunidad se ha recurrido a la toma de trofeos de guerra provenientes de la anatomía del vencido. Incluso el padre salesiano Alberto Agostini contaba en sus relatos algunas particularidades sobre esas prácticas durante la conquista del desierto argentino y la matanza de sus aborígenes. Con el visto bueno de la oficialidad del ejército y los cuadros políticos que manejaban la guerra desde la actual Capital Federal se procedía al conteo de las víctimas mediante este cruento método, con excesos de lo más bizarro, que él nos relata así:
Parece ser que el par de testículos era mucho más difícil de sacrificar por unas monedas de plata.
Es cierto que en todas las guerras se cometen excesos de todo tipo, y más aún en tiempos mucho más lejanos donde no existían leyes que regularan las contiendas, pero puede que el caso de las masacres del ejército imperial japonés sean similarmente remarcables.
En el siglo XVI (1592-98) el proyecto colonial de Toyotomi Hideyoshi sobre Corea, acabó en un tremendo desastre. Y, aunque los japoneses regresaron a casa vencidos, el horror y la desolación que dejaron en las tierras coreanas tardaría siglos en olvidarse.
Por entonces era habitual en Japón cortar las cabezas de los adversarios caídos y presentarlas al final de la batalla para su recuento y posterior recompensa al guerrero más productivo. Incluso a más cabezas cortadas, más probabilidades de un buen ascenso. La costumbre venía de la antigüedad y, aunque poco a poco iba cayendo en el olvido, aún se usaba eso del recuento de cabezas al terminar la batalla. Pero en el caso coreano pronto detectaron un pequeño problema… el comandante en jefe de la campaña, que era quien decidía las recompensas de los esforzados samuráis, era el propio Hideyoshi. y como era de esperar éste se encontraba cómodamente instalado en Osaka, a cientos de kilómetros de distancia de donde se cortaban las cabezas y para colmo de males con un mar de por en medio. Ésta situación hacía que la logística de enviar semejantes trofeos para su recuento era más bien complicada. Pero Hideyoshi era medianamente ocurrente y elucubró una solución que parecía apropiada: no hacía falta enviar la cabeza entera, bastaba con cortar la nariz, o en su caso una oreja, y enviarla por barco. Previamente encurtida y conservada en salmuera, claro, cual pepinillo en lata.
Pronto se dio cuenta que orejas hay dos y que se podrían duplicar los envíos sin mayor esfuerzo, ya que pedir la izquierda o derecha tampoco aseguraba nada. Mejores eran las narices.
"El principal agente de la rápida extinción fue la persecución despiadada y sin tregua que les hicieron los estancieros, por medio de peones ovejeros quienes, estimulados y pagados por los patrones, los cazaban sin misericordia a tiros de winchester o los envenenaban con estricnina, para que sus mandantes se quedaran con los campos primeramente ocupados por los aborígenes. Se llegó a pagar una libra esterlina por par de oreja de indios. Al aparecer con vida algunos desorejados, se cambió la oferta: una libra por par de testículos".
Parece ser que el par de testículos era mucho más difícil de sacrificar por unas monedas de plata.
Es cierto que en todas las guerras se cometen excesos de todo tipo, y más aún en tiempos mucho más lejanos donde no existían leyes que regularan las contiendas, pero puede que el caso de las masacres del ejército imperial japonés sean similarmente remarcables.
En el siglo XVI (1592-98) el proyecto colonial de Toyotomi Hideyoshi sobre Corea, acabó en un tremendo desastre. Y, aunque los japoneses regresaron a casa vencidos, el horror y la desolación que dejaron en las tierras coreanas tardaría siglos en olvidarse.
Por entonces era habitual en Japón cortar las cabezas de los adversarios caídos y presentarlas al final de la batalla para su recuento y posterior recompensa al guerrero más productivo. Incluso a más cabezas cortadas, más probabilidades de un buen ascenso. La costumbre venía de la antigüedad y, aunque poco a poco iba cayendo en el olvido, aún se usaba eso del recuento de cabezas al terminar la batalla. Pero en el caso coreano pronto detectaron un pequeño problema… el comandante en jefe de la campaña, que era quien decidía las recompensas de los esforzados samuráis, era el propio Hideyoshi. y como era de esperar éste se encontraba cómodamente instalado en Osaka, a cientos de kilómetros de distancia de donde se cortaban las cabezas y para colmo de males con un mar de por en medio. Ésta situación hacía que la logística de enviar semejantes trofeos para su recuento era más bien complicada. Pero Hideyoshi era medianamente ocurrente y elucubró una solución que parecía apropiada: no hacía falta enviar la cabeza entera, bastaba con cortar la nariz, o en su caso una oreja, y enviarla por barco. Previamente encurtida y conservada en salmuera, claro, cual pepinillo en lata.
Pronto se dio cuenta que orejas hay dos y que se podrían duplicar los envíos sin mayor esfuerzo, ya que pedir la izquierda o derecha tampoco aseguraba nada. Mejores eran las narices.
Así pues, mientras duró la guerra con Japón, el principal artículo de exportación coreana fueron las narices humanas recién cortadas. Se enviaban por miles, cada una de ellas debidamente etiquetada con el nombre y datos de su aguerrido recolector. Evidentemente, si con las cabezas cortadas ya había mucha picaresca y, con tal de adjudicarse el mérito de la pieza, se acababan rebanando pescuezos de guerreros del mismo bando caídos por el campo de batalla, con las orejas y las narices pasó casi lo mismo. Solo que, esta vez, el engaño tomaba un giro bastante más macabro. No pocas veces los japoneses acabaron rebanando los apéndices nasales de civiles y campesinos, mujeres y niños incluidos, para hacerlos pasar por los de soldados enemigos vencidos. Al fin de cuentas, en la lejana Osaka nadie iba a saber a quién pertenecían en realidad. Conteos generales indican que finalmente entre 100.000 y 200.000 narices fueron enviadas desde Corea a Japón.
Auténticas o falsas, la cuestión es que Hideyoshi acabó juntándose en su cuartel general con tal cantidad de estos siniestros trofeos que pronto no supo qué hacer con ellos. No había dónde meter tanto apéndice en conserva. Así que no se le ocurrió otra cosa que mandar enterrarlos junto a un templo en Kyoto, esperando apaciguar de paso los espíritus de sus desdichados dueños… y el montón fue de tales dimensiones que acabó formando una colina de varios metros de altura (unas 38.000 narices sólo en Kyoto). El sobrante, ya que allí seguía habiendo encurtido humano para repartir, se envió a otras ciudades de Japón, donde se enterró formando montículos similares. Se los llamó “Mimizuka”, que viene a querer decir algo así como “colina de las orejas”, si bien como ya hemos aclarado, lo que hay allí sepultado son mayormente narices.
No me pregunte por qué no las mandó quemar, porque no tengo la menor idea.
Auténticas o falsas, la cuestión es que Hideyoshi acabó juntándose en su cuartel general con tal cantidad de estos siniestros trofeos que pronto no supo qué hacer con ellos. No había dónde meter tanto apéndice en conserva. Así que no se le ocurrió otra cosa que mandar enterrarlos junto a un templo en Kyoto, esperando apaciguar de paso los espíritus de sus desdichados dueños… y el montón fue de tales dimensiones que acabó formando una colina de varios metros de altura (unas 38.000 narices sólo en Kyoto). El sobrante, ya que allí seguía habiendo encurtido humano para repartir, se envió a otras ciudades de Japón, donde se enterró formando montículos similares. Se los llamó “Mimizuka”, que viene a querer decir algo así como “colina de las orejas”, si bien como ya hemos aclarado, lo que hay allí sepultado son mayormente narices.
No me pregunte por qué no las mandó quemar, porque no tengo la menor idea.
Hoy, más de 400 años después, la Mimizuka original sigue en pie, cubierta de hierba, rellena de tierra y carne humana en conserva. Cualquiera que dé un paseo por los tranquilos arrabales al Este de Kyoto puede visitarla, si bien no es precisamente la mayor atracción turística de la vieja capital. Pocos son los guías turísticos que la mencionan. Tampoco los libros de texto de los escolares japoneses hacen honor a los caídos coreanos. Tan solo una modesta placa conmemorativa, a la entrada del pequeño parque donde se erige recuerda la barbarie de aquella guerra y ruega por el descanso eterno de las pobres almas de los originales portadores de dichas narices. Nadie en Japón parece querer acordarse de todo aquello. Prácticamente los únicos que visitan la Mimizuka hoy en día, además de los vecinos del barrio que cuidan de ella de manera desinteresada, son turistas coreanos en peregrinación de descanso. Han pasado cuatro siglos, pero las dos Coreas no olvidarán fácilmente el horror sufrido por sus ancestros.
Ahora si usted me pregunta que se ha hecho de las orejas de la Campaña del Desierto, debo decirle que parece ser que no han sido tantas como para formar una montaña-monumento.
Taluego.
Colaboración de R. Ibarzabal
Atlas Obscura
http://historiasdelahistoria.com
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