Contaba la tatara-tatara-abuelita Asunta Octavia Marelli de Pin que allá por el siglo XVIII se hacía todo un trámite desembarcar en nuestras costas rioplatenses luego de tantos meses de navegación en los cruceros de la majestad que correspondiera. Es que todavía no habían inventado ni la draga ni el mono-riel magnético para que los cansados pasajeros pudieran hacer el Chek-In en nuestras latitudes y pagaran las tasas portuarias que solventaran al Virrey. La gente desembarcaba en tres etapas: primero pasaban a un lanchón donde haciendo el suficiente equilibrio, pasajeros y baúles podían llegar un poco más cerca del pequeño poblado del buen aire. Luego los hacían tomar un bus de la carreta, es decir los subían a carretones que surcaban el lodazal con las rueda a medio hundir en el ya un poco famoso River Plate (no, no es el Río de la Plata como lo han traducido. Los ingleses quisieron decir Río Playo o de aguas tranquilas). Al final de tanta travesía y mientras los amigos de la AFIP esperaban en la costa, los pasajeros arribaban a la costa a caballito o cococho de nuestros hoy misteriosamente desaparecidos esclavos negros.
No hay distancia más larga que la falta de interés
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