jueves, 31 de agosto de 2017

Cuento - Un saco de huesos

A las seis de la mañana la anciana se sentaba en su destartalado banquito esperando a que saliera el sol invernal para calentarle los huesos. Tejía con un poco de lana azul retorcida y cansada de anudarse vanamente una y otra vez. Por la tarde destejería el trabajo realizado para que el material no faltara a la madrugada siguiente, cuando debiera esperar nuevamente la salida del cálido sol.
A pocos pasos de ella el intendente había decidido asfaltar la avenida frente al matadero, desde el viejo puente sobre el Riachuelo hasta el viaducto donde el tren alcanza la única estación existente. La antigua calzada de adoquines asentados en arena era un pequeño muestrario geológico de los estratos de la isla Martín García, cortados en perfectos cubos de veinticinco por veinticinco centímetros a punta de pico por los presidiarios con más pecados políticos que delitos penales. Los patrones de arcos repetidos y entrecruzados que formaban ese piso habían sido parte de un arte difícil de aprender y eran contados con los dedos de una mano aquellos especialistas que lograban realizarlo dominando el acabado diseño y obteniendo simultáneamente una superficie plana apta para el tránsito de caballos y carretas. Artesanos no reconocidos que estaban extinguiéndose con la llegada del cemento asfáltico desapareciendo toda una tradición que no legaría ni monumentos ni restos de su trabajo. 
Nadie había esperado que bajo los mismos cubos grises y pesados se ocultara un osario interminable que obraba como contrapiso y cimiento de pura cal orgánica. Mauro se dio cuenta que no siempre los frigoríficos habían utilizado la res completa y que la centenaria factoría local era la culpable de que esas cornudas calaveras se encontraran compactadas unas contra otras a lo largo de un kilómetro de Camino Real.
Eran épocas de desentierros en las que mientras Mauro se levantaba de la cama a las 4, se vestía en la helada vivienda suburbana y salía a esperar el colectivo en la desolada esquina escarchada, las topadoras sacaban a la luz un desfile de rumiantes cuencas vacías y desencajadas que lo esperaban del otro lado del recorrido. Una hora de viaje y la escuela industrial asomaría en medio de la niebla de la mañana, allí junto a la cancha del club de los amores de su madre, donde un tacho de petróleo albergaba la fogata que lo mantendría aislado del frío hasta que el maestro llegara a abrir el taller de hojalatería. El paquete de Colorados con filtro se agotaría en convites y brasas albergadas entre las manos en otro intento vano de combatir el gélido aire matinal que ningún pullover tejido por  mamá,  la abuela o alguna tía, vencería con éxito.
Día tras día la anciana lo miraba pasar luchando con su tablero y regla "T" batidos por el viento que parecían llevarlo sin control como una vela a una fragata. Era el momento en que el tejido comenzaba nuevamente al asomar el alba, sin desayunos ni comidas hasta entrada la mañana, cuando en el bar de la esquina Don Elisario se asomara con un par de facturas de ayer y una taza de leche humeando de calentita. Ella parecía ignorarlo entre la gente, pero Mauro sentía una conexión que no había podido definir y que tal vez solo fuera su curiosidad al ver a la anciana sola, abandonada de la mano de Dios habitando el hall de entrada de una vieja zapatería desierta con vidrieras a ambos lados y un conveniente espacio bajo ellas como para que la anciana pudiera almacenar algunas prendas, un colchón y su osamenta en las heladas noches de invierno.
De pronto Mauro notó que en su cabeza sonaba ´Canción para mi muerte´ cada vez que veía a la abuela, los cráneos, el cementerio de su zona, o pasaba por la casa de sepelio junto a la centenaria iglesia. Incluso la vieja escuela donde asistía había sido donada por un famoso arqueólogo y antropólogo  cuyo padre le había solventado los estudios mediante el producido de una fábrica de soda. Una sodería que se habría de convertir en escuela industrial y que seguía usando sus salones de pisos de tablas de pinotea , patios con baldosas de diseños árabes y un aljibe que apenas había dejado de funcionar cuando a Mauro le habían tomado su examen de ingreso.
Y es que en el momento en que las topadoras dejaron por el piso la centenaria casa para construir la nueva escuela, sus cimientos entregaron miles de restos fósiles de sifones, botellas de ginebra que habrían sido un lujo en su época y un esqueleto completo que nunca supieron bien de quién era. Los alumnos eligieron contar la historia de un negro esclavo que había sido emparedado por el sodero con la simple justificación de una venganza por haber ultrajado la inocencia de su hija. Poco importaba a la purretada la rigurosidad histórica de que el propietario hubiera tenido únicamente hijos varones.
Y Charly y Nito le cantaban en la oreja.
En el lado B de ese acetato que era su vida había otro país donde el Ejercito Revolucionario del Pueblo, Montoneros y la Alianza Anticomunista Argentina  hacían sonar sus bombas, secuestros y asesinatos mientras el pueblo intentaba seguir estudiando y trabajando en un remedo de vida normal. Mauro había visto un poco de todo ello sin darse cuenta mientras escuchaba a los grandes suplicando que alguien pusiera un poco de orden en un país asediado por la guerrilla.
El mundo a su alrededor olía a muerte y Mauro no sabía bien por qué.
Esa mañana de Julio había sido la más fría de la década. La escarcha crujía bajo sus pies mientras esperaba el viejo Bedford de la línea 386 que lo llevaría por el camino más largo con la contraprestación de ir sentado todo el recorrido.
Bajó cerca del matadero donde las cuencas vacías aún lo miraban con descaro, revisó sus provisión de cigarrillos para encarar la fría mañana y se dejó llevar por la vela que era su tablero navegando por la desolada avenida que no terminaba de despertar.
La anciana no estaba tejiendo. En su lugar se observaba a cuatro civiles y un sobrealimentado policía que parecía mirar como mudo testigo sin tomar intervención. Cuando Mauro arrió las velas para atracar en puerto seguro su nave, pudo ver que bajo la abandonada vidriera vacía de zapatos estaba ella, acurrucada como un ovillo de su lana azul atravesada por las agujas de hielo de aquella mañana.
Era su primer muerto y Charly no dejaba de cantarle en la oreja que eran épocas donde uno no debía temerle a la muerte y había que invitarla a la cama. Nunca había imaginado que sería ese tipo de cama, tan solitaria, fría e inhospitalaria.
Uno de los hombres tomo con un poco de asco un tobillo de ese montón de huesos que ahora era la anciana y tiró para retirarla de ese escondrijo que había sido su lecho de muerte. Mauro quedó sorprendido por la rigidez de ese cuerpo marchito que parecía más un maniquí de yeso que una persona capaz de tejer una mañanita cada mañana. Vio la cara desdentada de la muerte y quedó petrificado con la revelación de la nada, del objeto sin alma en que se convertía finalmente un cuerpo vacío.
Un saco de cuero viejo lleno de huesos.
Sintió una mano sobre su hombro que lo sobresaltó sin miedo.

-Palmó la vieja pibe- le dijo el policía a modo de aclaración innecesaria. -Dale, andá para el cole, que acá no hay nada para ver...-

Y Mauro se dio cuenta que el policía estaba errado. Que entre tanta muerte injusta que lo rodeaba cada día, en esta oportunidad y por primera vez en su vida, se la habían presentado personalmente.


O.Pin
Enero 2017.

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