jueves, 9 de febrero de 2017

Cuento - El suicidio del señor Pacheco

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Octavio Pacheco quería suicidarse.
Había notado que para él su existencia carecía totalmente de sentido. Nadie dependía de sus magros ingresos ni escuchaba los consejos emanados de su extensa experiencia, los hijos se habían llevado a los nietos al extranjero, su señora se le había adelantado en el viaje final y los achaques de la vejez  lo estaban teniendo a mal traer. Sumando todas esas simples y mundanas razones había decidido quitarse la vida a sabiendas que difícilmente a alguien le importaría un comino.
El problema era cómo hacerlo.
Octavio nunca había tenido armas, ni de caza ni de bolsillo. Le habían dicho que a las mismas las carga el Diablo y las descargan los boludos, así que prefirió mantenerse lejos de semejantes bipolaridades del susodicho poder demoníaco. Su padre lo había preparado de pequeño para sentir ese rechazo. Aún cuando apenas utilizando todas sus fuerzas podía activar el gatillo, su progenitor le había entregado un revólver descargado y desafiado a disparar cuanto quisiera. Ese simple acto de infructuoso esfuerzo le quitó toda el aura mágica que le habían inculcado en las series de cowboys o de guerreros de la Segunda Guerra Mundial. Ni siquiera le quedaron ganas de contar con armas de aire comprimido, o gomeras que mataran a pequeños animalitos.
Era la aplicación práctica del poder psicológico de toda frustración inicial.
Ahora que pensaba necesitarlas no tenía ni el dinero ni el apto médico que le permitiera acceder a ellas de manera legal. Ni siquiera quería pensar en comprarlas en el mercado negro, no fuera que después de muerto lo acusaran de algún delito y no pudiera asistir a defenderse en su propio juicio.
Pensó que en su defecto las pastillas podían llegar a ser una buena alternativa. Una sobredosis de tranquilizantes y una bolsa de polietileno del mercadito chino de la vuelta en la cabeza, lograrían que el profundo sueño inducido por los medicamentos se convirtiera en algo más permanente aromatizado por efluvios provenientes del sector de lácteos y embutidos.
Conseguir los tranquilizantes sin receta ya sería otro problema y considerando la falta de sueño que lo perseguía desde que había quedado con media cama vacía, el médico seguramente se los recetaría sin ningún miramiento, aunque ese método tampoco le resultaba potencialmente efectivo, e irónicamente, le dejaba una clara sensación de intranquilidad.
Evaluando otras alternativas recordó que cuando joven había visto a un paciente fugado de un hospital neuropsiquiátrico colocar su cuello sobre uno de los rieles del más lento tren de carga que había encontrado, justo a tiempo como para que su cabeza se separara limpiamente del resto de su anatomía sin llegar a ir muy lejos. Si bien lo había logrado con total éxito, a Octavio no le había gustado que el cuerpo permaneciera más de veinte horas al calor de la tarde como espectáculo público y a la espera que el juez de turno actuara liberando para el paso de ulteriores formaciones esa zona definida como territorio federal. Todos los chicos del barrio se habían acercado al lugar eludiendo a la policía, con el único fin de destapar por un instante la cabeza separada del resto de su humanidad y observar la expresión final de aquella cara parcialmente desfigurada. La expresión de asombro de quién está observando muy de cerca la nada y descubre que en realidad nada le importa.
Claro que arrojarse desde la terraza de su edificio era otra posibilidad muy barata que también tenía totalmente evaluada. 
Ya había observado que dicha experiencia podía ser igualmente traumatizante para niños y adultos, ya que el cuerpo hubiera caído sobre algún auto, transeúnte o no, permanecería a la vista de todos con su anatomía groseramente adulterada a la espera de que alguien descubriera el motivo de la decisión tan precipitada de precipitarse precipitadamente al vacío. Los vecinos hablarían de que su hijo lo había abandonado, que no le alcanzaba la plata o de que no quería molestar más a los demás y daba la vida por terminada. 
Y a Octavio no le gustaban los chismes para nada.
Por una razón similar desestimó la posibilidad de colgarse en su propia casa. Había escuchado que ahora era el método de suicidio más tergiversado. Escuchó que los jóvenes practican el ahorcamiento como un potenciador de la autosatisfacción sexual y en muchas ocasiones se les va la mano y terminan muriendo. No fuera cosa que le encontraran alguna de sus viejas pastillas de Viagra ocultas en el segundo cajón del aparador.
Por lo tanto lo mejor que se le ocurría era irse a un descampado relativamente lejano y colgarse de algún árbol medianamente escalable para alguien de su edad, porque tirarse con una soga al cuello desde cualquier otro sitio razonablemente alto podría culminar con una exposición pública que él preferiría haber evitado.
O sea que lo único que le quedaba era colgarse de algún bonsai.
Claro que la efectividad del método lo tenía seriamente preocupado. ¿Se ahogaría lentamente o se arrojaría desde una mediana altura para así quebrarse el cuello ? Lo estaba meditando hacía mucho rato y aquello que lo detenía era que mediante el primer método había posibilidad de arrepentimiento mientras que con la segunda no y no sabía si era mejor que esa posibilidad existiera o todo fuera inevitable.
Él era lo que se llama un suicida teórico muy estructurado.
El envenenamiento estaba totalmente fuera de discusión. Si bien había escuchado más de una vez que las esposas resentidas agregaban pequeñas dosis de veneno en la comida de sus maridos sin que ellos se dieran cuenta hasta lograr su internación y posterior fallecimiento, le parecía que el método era más eficiente si era administrado por otra persona. Le resultaba apropiado para un asesinato pero no para su propio suicidio. Además sabía que era una muerte sumamente dolorosa, se lo había leído en los ojos a una rata hacía muchos años y el dolor no estaba en su larga lista de prioridades.
Había pensado también en irse nadando hacia el ocaso cual una poetisa argentina sin depilar, pero como no sabía nadar era posible que fuera mal interpretado y alguien calificara una decisión tan meditada y cerebral como un mero accidente.
Pero no todo estaba perdido, en sus febriles horas de insomnio Octavio diseñó un sistema sumamente complicado pero a la vez sencillo. Había imaginado contar con un arma, muchos metros de soga, una terraza y litros y litros de algún combustible de alto octanaje, preferiblemente libre de plomo para no contaminar.
Subiría a su terraza, porque tenía llave, ataría la soga en la más fuerte de las cañerías allí instaladas, se bañaría en combustible de pies a cabeza sin salpicar la ropa colgada, ataría el nudo de ahorcado alrededor de su garganta y se pararía en la cornisa del contrafrente del edificio para mayor privacidad. Con el arma en la mano juntaría coraje y se dispararía en la boca asegurando el ángulo necesario para que la bala le atravesara los pensamientos. Octavio esperaba que la misma explosión de la pólvora iniciara la ignición del combustible, asegurando un segundo método por si le fallaba el pulso o su cerebro esquivaba la bala. Como consecuencia de ambos efectos, el disparo y el fuego, perdería el equilibrio cosa que inevitablemente lo llevaría hacia donde se encontraba todo el peso de la cuerda atada a su cuello. Por las dudas había pensado ayudar un poco al trámite inclinándose hacia el vacío antes de disparar el arma. 
En la caída no podría mirar lo que ocurría en las ventanas de cada piso, pero había calculado que el final de la soga coincidiera con una pared donde no hubiera ventanas desde donde grandes y chicos pudieran observar su humanidad calcinada. Porque no hay que olvidar que Octavio había supuesto que se mantendría un buen rato encendido en llamas.
Al finalizar el recorrido de la cuerda el golpe seco de la llegada separaría sus vertebras hasta destruir su médula espinal, cosa que aseguraría por tercera vez su muerte. No contento con ésto el nudo del ahorcado le quitaría cualquier posibilidad de conseguir un poco de aire. 
Mientras tanto la soga seguiría siendo consumida por el fuego un rato más, pues Octavio tenía previsto que más tarde la soga se cortara completando la caída de los pisos restantes, corrigiendo así cualquier fallo que los procesos anteriores hubieran podido llegar a tener.
No hay que olvidar que Octavio estaba decidido a suicidarse porque nadie se acordaba de él, porque llegaban las Fiestas y se encontraba solo, porque los hijos se habían ido lejos llevándose a los nietos con los que jamás volvería a jugar .
Su planificación excesiva y dudas se fundaban en que para él el fracaso no era una opción aceptable. Nada le resultaba más vergonzoso que un suicida sin éxito. Alguien que quiere matarse por una vida de fracasos, pero que no logra el objetivo por más que le ponga empeño.
Él tenía la soga, tenía la terraza, tenía el combustible (sin plomo) y un encendedor de cocina de color rosa en lugar del arma.
Haría que todo fuera posible.
Dentro de su apartamento el teléfono sonó y sonó. Era su hijo que quería avisarle de un pasaje a su nombre que debía retirar de una agencia de turismo local. Quería darle la sorpresa de que ya contaba con un apartamento reservado para él allá, en aquél lejano país donde se encontraban. Avisarle que no se preocupara por nada, que la vivienda estaba cerca de la casa  y que los nietos lo esperaban con ansias.
Octavio lo dejó sonar un rato largo antes de atender. 
Era Navidad y estaba pensando que quería suicidarse porque nadie lo llamaba.

OPin - 25-12-2014

Pintura de  Zdzisław Beksinski

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