lunes, 9 de noviembre de 2015

Interesante historia del juguete

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Antes, los chicos argentinos soñaban con revólveres de lata, soldaditos de plomo o muñecas con pelo natural. Muchas veces eran sueños imposibles: pese a que algunos de esos juguetes -al revés que hoy- se fabricaban en la Argentina, pocos papás podían afrontar semejantes gastos
Ya olvidados el dinenti, la gata parida, cachurra y la billarda, y en proceso de olvido el balero y las bolitas, fue durante la segunda mitad de este siglo cuando los chicos ingresaron en la etapa de los juegos para jugar sentados, profundizada actualmente por la popularidad de la computadora.

Correr y saltar y andar por los aires en las ramas de los árboles constituyó una manera de jugar que fortalecía hasta los músculos más recónditos; los soldaditos y las bolitas, para ser jugados en el suelo, dieron lugar a un estilo de hinojos, casi sedentario, que a su turno desarrolló el tamaño de las rodillas infantiles. Y los juegos de mesa y más tarde los computadorizados abrieron paso, finalmente, a una tercera forma de entretenerse, ya sin abandonar la silla, que viene causando una progresiva ampliación de la zona glútea. He aquí una breve historia del juego infantil, expuesta en tres etapas bien diferenciadas por sus efectos modeladores de la silueta. ¿Qué vendrá después?

Lo que mientras tanto aconteció o aún pudiera estar aconteciendo con el cerebro es algo mucho más difícil de observar.


De todos modos, la evolución general del juguete muestra al menos que los fabricantes fueron haciendo sus productos cada vez más imaginativos y hasta fantasiosos, y que, al contrario y en consecuencia, sus clientes parecen haber tenido progresivamente menos necesidad de emplear su propia imaginación para jugar.

Hasta finales de la Segunda Guerra Mundial no hubo realmente una industria juguetera en la Argentina. El gran impulso se recibió a partir de entonces, cuando los juguetes europeos y japoneses de corte bélico, que durante largo tiempo habían abastecido a un mercado argentino casi de elite, dejaron de fabricarse y comenzaron a ser copiados aquí, donde no existía -no podía existir- un rechazo tan visceral a todo lo que exaltara la guerra como el que sentían quienes acababan de sufrirla en carne propia.


Una baja de los precios justificada por la copia amplió notablemente el mercado local. Fabricantes de otro tipo de juguetes irrumpieron también en la plaza nacional, respondiendo a la nueva importancia de la demanda.

Hasta entonces y desde principios de siglo, los chicos argentinos se habían surtido de juguetes europeos. Eduardo Basseterre (69) empresario y coleccionista de juguetes, arruinó a la edad de ocho años, con un criterio de devastación propio de los hunos, el jardín de su casa para reproducir la Línea Maginot tal como la había visto en los grabados de la revista Leoplán. Empleó en esa ocasión soldaditos de las marcas Schneider, alemana, y Britains, británica.Basseterre recuerda lo caros que eran los juguetes en su época. Su padre le regaló en cierta ocasión 5 pesos para que comprara una pistola Luger de hojalata, cuya visión en la vidriera de cierta juguetería lo tenía desvelado. Y su madre protestó porque esa suma alcanzaba entonces para la comida hogareña de toda una semana.


De chico, Basseterre soñó también con comprar una caja de soldados semiplano franceses, marca Mignot. Nunca le dieron el gusto, seguramente porque ese juguete costaría mucho más que 5 pesos. Le regalaron un Meccano, en el infructuoso intento de hacerle olvidar su veleidad.

Julio Acero Jurjo (67), otro empresario y también coleccionista, recuerda que su primera caja de soldaditos, allá por 1934, estaba hecha en la Argentina y era una "versión folklóricamente libre del soldado francés de infantería de línea".


Guillermo Lorenzutti (47), abogado y coleccionista de cuanto juguete se fabricó y aún se fabrica en nuestro país, padeció una larga nostalgia de los fuertes y castillos que se hacían en algunas cárceles argentinas para el mercado infantil. Con el tiempo y la garúa, pudo volver a comprar los dos modelos que había tenido en la época de sus pantalones cortos. En la base de uno de ellos puede verse un sello penitenciario.Ernesto Quiroga Micheo (70), médico, coleccionista de juguetes en general, rememora la profusión de avisos gráficos que publicaban las jugueterías argentinas hacia finales de la primera mitad del siglo. Recuerda que los más numerosos estaban referidos a los aviones.


Sueltos, los avioncitos de la afamada marca británica Dinky Toys costaban entre 0,55 centavos y 1,50 peso. En una caja con cinco modelos diferentes, el precio era de 3,25 pesos. Quiroga recuerda también un avión marca Mail Plane, cuya hélice funcionaba mediante la torsión de una banda elástica. Volaba hasta una distancia de cien metros y siempre se averiaba un poco más con cada aterrizaje. Se lo habían regalado y todavía forma parte de su colección.

Juan Carlos Baschieri (54), empresario, coleccionista especializado en soldaditos de marcas argentinas, dice que los primeros que tuvo de origen extranjero, marca Britains, habían sido regalo de un amigo -Claudio, el apellido se me ha olvidado- que se los dejó cuando debió emigrar con la familia. Vecinos circunstanciales habían jugado a la guerra cada día durante todo un heroico verano. Tomá -le dijo Claudio cuando se fue-, para que nunca te olvides de mí.

Tenían ocho años y jamás volvieron a verse. Baschieri conserva aquellos juguetes.La producción nacional no es, en términos generales, especialmente apreciada por los coleccionistas argentinos. Se diría que sólo los que jugaron con esos juguetes más que con otros los aprecian y los prefieren a los extranjeros, en buena medida por razones de índole sentimental antes que estética.

Coleccionistas foráneos pagan, sin embargo, buenos precios por los juguetes de origen argentino más característicos. La industria local de juguetes es, sin duda, la más prolífica y renombrada de América latina.


Vispa, una marca pionera en nuestro medio, copió el Jeep loco, juguete de cuerda norteamericano, hecho en hojalata. Era un cowboy que jineteaba cómicamente su vehículo corcoveador. La versión argentina, sin perder gracia, convirtió al personaje en un Estanciero criollo que había cambiado el sombrero texano por un chamberguito gauchesco. Posteriormente, Vispa se asoció con la firma Halcón y juntas produjeron nuevas versiones del Jeep loco, dándole al personaje otras identidades que lo convirtieron en soldado y en payaso.

Halcón, por su parte, ya era famosa por su producción de bicicletas, triciclos, monopatines y rifles de aire comprimido.

Halcón-Vispa produjo además varios avioncitos; entre éstos, modelos parecidos al Mirage, al Piper y al Boeing 707. En 1954 creó el Expreso andino, uno de los primeros trenes argentinos de juguete. Su última versión, decorada con personajes de Disney data de los años setenta.

La misma firma produjo el Tren loco, el Monorriel argentino y va- rios animalitos de cuerda. Todos estos juguetes, hechos de hojalata, se fabricarían más tarde -tal como habría de ocurrir con los soldaditos de plomo, metal cuyo empleo se prohibió por su toxicidad- con plástico, material que alguna vez ha sido considerado demoníaco porque no pertenece a ninguno de los tres reinos de la naturaleza.


Pero el más antiguo fabricante de juguetes plásticos en nuestro país, cabe recordarlo, fue Rullero, que se especializó en autitos dotados de poderosas sirenas.

Establecimiento Sulky-Ciclo, de Azcárate Hnos. & Escoda, era el creador del sulky homónimo, un vehículo a pedal, pero que parecía moverse arrastrado por un pony o dos, según el modelo. Los caballitos eran construidos convincentemente con papel maché y cuero de vaca sobre una armazón de hierro.Junto con ese vehículo infantil, cuya rueda direccional, colocada bajo la panza del petizo, se gobernaba con un sistema de riendas, Sulky-Ciclo fabricaba también, siempre con el sistema de pedales, un tractor rojo y un auto de carreras que pretendía parecerse a una Masseratti y que solía estar pintado con los colores de Boca Juniors. Cualquiera de estos juguetes bien podía significar la máxima aspiración de un chico en las décadas de los años 40 y 50. Eran juguetes caros, cuyos precios no figuraban en los avisos gráficos, seguramente para no asustar a la clientela antes de tiempo.

La mundialmente famosa megajuguetería FAO Schwartz, con sede en la Quinta Avenida de la ciudad norteamericana de Nueva York, incluyó en su catálogo de 1957 el Sulky-ciclo. Su precio fue de 125 dólares de aquel momento, aproximadamente unos 2500 pesos actuales.


Entre 1921 y 1959, la firma Matarazzo, renombrada también en la industria alimentaria, fabricó una extensa variedad de excelentes juguetes de lata. Entre sus mayores éxitos se cuentan un cuatrimotor DC-4, de cuerda; un colectivo porteñísimo, un camión de bomberos y un tanque de la Primera Guerra Mundial que exhibía en sus flancos una incongruente insignia azul y blanca. Otra fábrica, Buby, que operó desde 1954 hasta 1992, reprodujo a escala y en metal de fundición automóviles como la estanciera IKA y el cross country Rambler, y, en un tamaño mucho menor que el de éstos, un centenar de otros modelos de auto, todos en su cajita. De estos últimos se hicieron cinco ediciones.

Una destacada fabricante de juguetes de chapa ha sido también Gorgo Hermanos, empresa convertida luego en Gorgo SA, que empleó en su gran variedad de vehículos un sistema de propulsión a fricción en vez de a cuerda.

Cinegraf produjo un proyector manual de imágenes coloreadas, impresas en una cinta de papel translúcido, que ilustraban argumentos desarrollados a la manera de la historieta. Empleando un papel similar para dibujar en él, era posible crear o recrear otras películas.


Marilú fue marca y nombre propio de la más famosa muñeca argentina. Era, según la almibarada propaganda que se hacía en la década del 50, una dulce y deliciosa muñequita de ojos expresivos, de suaves y finas facciones. Entorna sus párpados, camina y se articula adoptando todas las posturas que su mamita quiera darle. Haga feliz a su nena con una Marilú. Se vende con camisita-calzón, medias y zapatitos. El modelo más grande y caro, de 55 centímetros y con pelo natural, costaba 230 pesos de la época. Con pelo artificial, el precio era de 158. Distintos modelos de vestido para la Marilú valían entre 15 y 35 pesos.

Muchas firmas productoras de juguetes de hojalata incluían en sus catálogos la menajería apropiada para jugar con las muñecas.

San Mauricio, Saxo (juguetes de pila) Galgo, Arturito (trompos de latón y manija de madera) y Rodeo (productora de revólveres de cebita que imitaban al impresionante Colt Frontier) son otros nombres de fabricantes argentinos de juguetes, así como Ideal (que empleó un irrepetido plástico metalizado), Bambi, Chivi (autor del primer batimóvil argentino, que estuvo hecho en plástico), Duravit (automóviles de caucho, con bien ganada reputación de irrompibles), y Hércules y Birmania, productores de vehículos anfibios y lanchas de desembarco, hechos de madera y con gran realismo.

Entre los juguetes argentinos didácticos cabe recordar El cerebro mágico, que data de 1948 y que en sus primeras épocas funcionó con corriente eléctrica y luego con pilas, y Chan, el mago que contesta, mecanismo movido con imanes. Ambos juegos estaban concebidos sobre la base de preguntas con varias respuestas opcionales. Los aciertos los certificaba el cerebro encendiendo una lamparita, y el mago lo hacía girando sobre sí mismo para señalarlos con la varita maravillosa de su oficio.


Los juegos de mesa más o menos basados en el azar y que alcanzaron mayor fama fueron el Royal ludo, la Oca, El Linyera, La batalla naval, El desembarco y El estanciero. Algunos de ellos eran meras copias de juegos ideados en otros países, y en algunos pocos casos, como por ejemplo el de El estanciero, una adaptación local del Monopolio, famoso juego de origen norteamericano.

Pero, sin duda, el juguete favorito de los varones argentinos fue, hasta la década del 60, el universal soldadito, fabricado en plomo durante su época de mayor esplendor y luego en plástico, encarnadura de su decadencia entre nosotros. Quizá deberían situarse inmediatamente detrás del soldadito en las preferencias infantiles, la granja y el Zoológico, que entre nosotros también se glorificaron en plomo y decayeron en plástico.

Salvo contadas excepciones, durante el largo período en que estos juguetes de plomo fueron meramente juguetes y no objetos de colección como al presente, los fabricantes argentinos copiaron -piratearon, suele decirse sin vueltas- a sus más originales colegas europeos. Cuando no se trató de copias lisas y llanas fueron adaptaciones más bien leves, que rara vez impidieron reconocer, al primer golpe de vista, el origen del soldadito o del animalito copiado.

La mayor originalidad en la producción argentina estuvo a cargo de Karl Sommer, que entre 1947 y 1966 fabricó con matrices propias y con su marca Sudetia soldados y marinos alemanes, cowboys e indios norteamericanos, negros y boers, árabes, animales sal- vajes, figuras de circo, etcétera. Sus soldaditos -usado el término genéricamente para designar toda su producción- eran semichatos, en escala de 35 milímetros.

Junto con Sommer deben mencionarse por su originalidad al escritor Enrique Wernicke en su menos conocido carácter de juguetero, y a Natalio Avondoglio, todo un Gepetto. Wernicke produjo entre 1950 y 1962, con su marca Viruta, figuras inspiradas en el estilo propio de la fábrica de soldaditos francesa Mignot. De hecho, los caballos que hacía Wernicke eran copias sin atenuante. Pero no así muchas otras cosas, como sus personajes y avíos camperos, sus conquistadores españoles y sus chinos de la dinastía Ming.


Avondoglio, propietario de la marca Talín, creó las matrices que dieron origen a las principales y más celebradas figuras de La granja de don Fabián, producida por otra firma juguetera mucho más popular que la suya: EGToys, de Ezio Guggiari. La granja se convirtió, al cabo, en una estancia bien surtida, donde no faltaban los ranchos, el horno de barro, la media res al asador, el aljibe, la parrilla con achuras, gauchos en actitud de malambear y de bailar el gato y la zamba, domadores, reseros, insaciables mateadores y muchas cosas más, sin olvidar entre éstas un gordo toro campeón y un caballo de gran alzada y pelo lanudo, que mira hacia un lado torciendo el poderoso pescuezo.

La firma Talin, de Avondoglio e Hijos, hacía pesados soldados a pie y granaderos a caballo, en 90 milímetros, así como figuras para santerías, en especial las del pesebre. Eran notablemente pesadas.

Por medio de Talin, Avondoglio comercializó otra marca suya de gran fama: Mambrú, que tuvo una espléndida matricería de tropas norteamericanas de la Segunda Guerra Mundial. Eran copias llamativamente buenas de la marca británica Timpo. En determinado momento, hasta consiguieron superar, mediante una magnífica pintura, la calidad del paradigma.

Otras firmas argentinas de gran éxito en el mercado fueron Birmania (desde 1955), de Alejandro Beltramino; Terry (1935-1937), de Carlos Rodríguez Zamboni; Grafil (1950-1954), de Francisco Grasso y Cía, y Austrandia (desde 1953) y Roche (1966-1975), ambas de Fernando Chedel. Todas copiaban o bien transformaban parcialmente la producción de Britains, en tanto que las dos últimas incursionaron, además, en la copia de marcas europeas prestigiosas aunque menos populares en la Argentina que las principales de Gran Bretaña, Francia y Alemania.

Grafil reprodujo con especial suceso las figuras Britains del circo y añadió a éstas una pareja de liliputienses muy buenos mozos: él de frac, bastón y galera, y ella de largo, con espumosos volados que descendían en cascada a la sombra de una capelina.


Por su parte, Birmania produjo no sólo soldaditos de la Segunda Guerra Mundial, sino además una serie numerosísima de complementos, como las lanchas de desembarco -ya mencionadas en otra parte de este artículo-, trincheras, parapetos de bolsas y cercas de inofensivo alambre de púa. Todo esto le permitía a la firma armar espectaculares dioramas en las vidrieras de su establecimiento, por aquellos años situado estratégicamente sobre la avenida Santa Fe, a la altura de Riobamba.

En la década del 70 llegaron al país matrices norteamericanas que fueron usadas durante un lapso determinado para surtir el mercado local a precio más bajo que el de importación, en virtud del menor costo de mano de obra. Luego, esas matrices se devolvían a la fábrica de origen.

Así ocurrió con la parte básica de la larga serie de personajes de la Guerra de las galaxias, y otro tanto aconteció años más tarde, en la década del 80, con la galería de personajes, también sumamente extensa, de la serie televisiva He Man, realizada en dibujos animados y que sería más tarde llevada al cine con un elenco de actores encabezado por el grandote Ralph Lundgren.

Todos esos juguetes se hicieron de plástico, a veces con partes de goma, como el caso de las cabezas de los muñecos articulados de He Man. En la actualidad, la inmensa mayoría de los juguetes es importada. La otrora pujante industria argentina del juguete ha quedado fuera de juego.
Textos e investigación de Mario Pérez Colman


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