jueves, 4 de diciembre de 2014

Cuento - La sorpresa de las papas fritas

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A él le encantaban las bromas pesadas que veía en su led de 48 pulgadas.
La caja boba parecía hechizarlo con las situaciones más estúpidas y peligrosas. Tanto así que un buen día se le ocurrió la tontera de reventar un envase de papas fritas en algún lugar público. Una inocentada comparada con las cosas que había visto en video y un desafío considerando que casi no había nada en el interior del brillante envase, nada más que una capa de aire protector para las pocas hojuelas que traía.

Supuso acertadamente que algo tan suave como esa bolsa de aire no podría generar ni en el mejor de sus sueños un sonido suficientemente fuerte como para sorprender a alguien y que el desparramo aéreo del contenido seguramente dejaría mucho que desear a nivel espectáculo. Pronto a buscar soluciones en su festiva mente se iluminó la idea de adherir al envase  un pequeño petardo con un pedazo de cinta de embalar.

El artilugio chino debería detonar mientras apretaba histriónicamente el envase como si se tratara del cuello de alguna amante que lo hubiera engañado malamente. Lo apretaría y sacudiría con vehemencia hasta que la mecha culminara su recorrido y el envase explotara entre sus manos desencadenando una lluvia de fetas de tubérculo frito y salado.

Le encantaba la idea del sonido amplificado por la pólvora, pero más que nada deseaba observar las expresiones desatadas en el desprevenido público presente. Una GoPro ajustada con una vincha a su frente le permitiría revivir el momento más tarde y subir a YouTube una edición mejorada con música y risas agregadas.

Mientras la lluvia de pequeños pedacitos cayera sobre el piso, su mirada y la de la cámara registrarían las reacciones de aquellos pasajeros que habitaban el subte con rumbo laboral monótono y aburrido. Tal vez hasta le agradecerían la amena distracción en su viaje.

Una mañana logró detonar la bolsa.

Alcanzó a notar de inmediato que la joven rubia de trenzas elaboradas al mejor estilo bávaro sentada a su derecha apenas levantó una ceja y acompañó con una mueca de su labio superior el sonido que apagadamente se filtró en los auriculares que repetían el añejo "Bis zum bitteren ende" de Die toten Hosen. Un resultado de sólo una centésima de segundo de atención mal dispensada.

Compartiendo ese mismo instante, el pequeño hombre de brillante calva y bigotes compensatorios de inmensas proporciones sentado a su derecha, levantó la vista de su diario tan solo para observar el recorrido de los chips mientras meneaba su cabeza de lado a lado con un gesto de cansado aburrimiento y algo de pena por el producto alimenticio desperdiciado.

Frente a él una nena propietaria indiscutible de una mochila Hello Kitty apretaba la mano de su mamá mientras detenía su reiterado pedido de juguetes y golosinas, para caer en  profundo silencio de puchero sin control que comenzaba a temblar en su boca como aviso de las lágrimas por llegar.

La mujer gorda que dormitaba sobre el hombro de su desconocido vecino de traje y corbata políticamente correctos, levanto la cabeza un palmo mientras un hilo de baba la mantenía conectada elásticamente mediante un puente viscoso entre sus labios y la hombrera de aquel barato traje de mezclilla. Pareció oler la pólvora que aún no inundaba el ambiente y volvió a posarse sobre su puente de baba.

Con reflejos impecables el muchacho sentado junto a la puerta automática en la mitad del vagón lo miró con odio reprimido por haberlo distraído de sus pensamientos matinales y sus labios dibujaron el inicio de un insulto que se podía adivinar involucraba a su santa madre o el tamaño de sus testículos. Era muy pronto para asegurarlo.

El buscavidas que pasaba vendiendo dos cajas de chicles por el precio de una, aprovechó la oportunidad para tirarse un pedo que tenía guardado y listo para aprovechar la mejor situación que se presentara de pasar desapercibido. Nadie se enteraría de tal cosa hasta más tarde, cuando las partículas oloríferas de su tracto digestivo impregnaran los átomos de oxígeno tan escasos en el vagón y que de seguro serían aspirados ávidamente para terminar como una desagradable sorpresa.

El que cacaree primero puso el huevo.

La chica del segundo asiento de la derecha apuntó sus cuernos subcutáneos de teflon hacia el terrorista de las papas voladoras mientras resoplaba a través de su argolla nasal cual vacuno con ansias de venganza taurina. En su cuello los tatuajes de un dragón trenzado en pelea con un pez koi parecieron detenerse en su infinito pleito de colores para mirarlo fijo con intenciones de hacerle pagar el exabrupto innecesario.

Mientras tanto la mujer del extremo de la línea de asientos frente a él, justo antes de la puerta automática del sector posterior, abrió sus hermosos ojos negros y movió la comisura izquierda de su boca en un rictus que iniciaba el movimiento de los quince músculos necesarios para una sonrisa. Sus dientes lejanos a una maravilla, tenían esa personalidad juguetona de aquellos que ocupan lugares diferentes y originales con tal de expresar su dicha. La nariz aguileña sostenía un par de anteojos de marco un tanto grueso que le otorgaba cierta personalidad semi intelectual en conflicto inmediato con su escote de tetas mayúsculamente kilométricas. El ojo derecho se cerró y abrió velozmente tras el vidrio recetado, pero con el timing justo como para que el otro entendiera que era una señal de complicidad explosiva, de envases destrozados sin sentido y casi compartidos libidinosamente.

Él pensó que luego de tantos experimentos con resultados nulos o inciertos, aquél era el momento del ansiado y exitoso final. Su piedra filosofal, su propio Eureka del experimento de los practical jokes hogareños era un éxito. Ella era la Neo de una Matrix nueva que quería conocer. Ella era La Elegida, La Única, aquella a la que ahora debería convencer para que lo siguiera al agujero del conejo, tomar la píldora que le diera en gana, y así abandonar la realidad virtual de su monótona vida para adentrarse en su extraño mundo, ése donde explotar un envase de papas fritas era reconocido como el mejor método para levantar minas, o conocer a la indicada.

Él no se consideraba raro, sólo pensaba que era de edición limitada.

El gendarme que estaba a su lado evidentemente había sido arrebatado de un profundo sueño por la explosión. Su cara demacrada con los ojos exageradamente abiertos reflejaba sorpresa y temor. Tal vez un recién descubierto error lo hacía contener la respiración como si ese esfuerzo pudiera volver el tiempo atrás y borrar algún acto involuntario. En su mano derecha la nueve milímetros reglamentaria apenas comenzaba a sacar una pequeña voluta de humo por su cañón aún caliente, explicándose por si mismo como consecuencia innegable de un reflejo automático que el uniformado jamás habría pensado tener.

Justo en ese momento la última papa frita tocaba el suelo.

OPin 2014


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